Los días del Colegio
quedaron atrás, había pasado la prueba de cultura general, el dictado, el test
psicotécnico, la suma, la resta, la multiplicación, la división. Había
entregado el permiso paterno, el certificado facultativo asegurando que estaba
vacunado contra la viruela y que no padecía enfermedad contagiosa o infecciosa
y que los trabajos a los que se iba a dedicar no eran superiores a sus fuerzas.
Había firmado el preceptivo documento dirigido al Sr. Jefe de Personal en el
que consideraba un honor haber entrado a formar parte de la plantilla del Banco
y por eso se comprometía a obrar siempre en el Banco con aquel concepto no sólo
en lo que se refería a sus obligaciones laborales sino a realizar el trabajo
con toda seriedad, traducida incluso en la forma de vestir en general, que
habría de ser austera, sin extravagancias ni exageraciones, así como también en
lo referente a el aseo personal que se ceñiría a las mismas normas de exquisita
corrección.
La noche anterior
había sido larga, sueños de momentos en la niñez y expectativas, imaginaciones
de lo que el día siguiente depararía. Vueltas de un lado a otro, un duermevela
en el que la obsesión de no despertarse a tiempo le asaltaba, miraba de reojo
al gran despertador que señalaba las horas con sus manilla fosforecentes.
Antes de que sonara
el despertador ya había encendido la luz, allí estaban sobre la silla los
pantalones, la camiseta, la camisa, los calcetines, los calzoncillos, el
jersey, en fin la muda entera. Era de noche y pronto aparecieron los padres, la
madre preparó el café con leche y puso pan a calentar, pero solo tomó unos
sorbos, los nervios le recorrían la tripa. Todavía quedaba el metro, y la
incógnita de quién lo recibiría.
La puerta sonó tras
ponerse el gabán y tras de sí su madre, gritando el bocadillo, el bocadillo de
tortilla. Retrocedió, lo recogió y sintió la pringue del papel de periódico que
recubría el papel marrón de la panaderia.
Su primera prueba fue
defenderse de los empujones dentro del vagón del metro, donde tuvo que
improvisar dotes de artista de circo para no mancharse él ni untar a los
compañeros de vagón.
Por fin vio las
primeras luces del día otoñal y se dispuso a cruzar la plaza, enfrente estaba
la Oficina, majestuosa, con su letrero que ya se veía a lo lejos. Se acercó
lentamente hasta llegar a la puerta, eran las siete y cuarto y no se veía
movimiento adentro.
El tiempo se le hizo
eterno dando vueltas por el barrio hasta las ocho menos diez, entonces se quedó
de pie mirando fijamente la fachada para ver si comenzaban a entrar los
compañeros.
La luz comenzó a iluminar
la plaza pasadas las ocho y en su desconcierto sentía con desasosiego como su
mano izquierda se iba haciendo más y más grasienta.
Decidió comerse el
bocadillo, se sentó en un banco, fue desenvolviéndolo con cuidado para no
mancharse más las manos ni la ropa, finalmente hincó el diente sobre el pan
esponjoso que rezumaba restos de aceite y tortilla. En ese momento vio abrirse
la puerta de la Oficina. Un Señor con corbata se dirigía hacia él con paso
firme y rápido, se le hizo una bola en el gaznate.
¿Eres el nuevo
botones?
Si.
Te estoy viendo
desde la ventana desde las ocho menos diez, son casi las nueve. ¿A que estas
esperando para entrar? Y para colmo te pones aquí a comerte el bocadillo
delante de toda la Sucursal que te está mirando.
Es que no veía
entrar a nadie.
Está muy claro Amigo Rodri, quién es este “artista” botones, con dos …. ¿A que sí?
ResponderEliminarUn abrazo, EL RABINO. jejeje
Menudo artista el "personaje"
ResponderEliminarCrisanto I, II, III, IV...
Que tiemble torrente!!!
Que bueno!!
Recuerdo el primer día de trabajo, fue un sábado 3 de agosto de 1.968, a las 8 de la mañana ya llevaba en la puerta por lo menos diez minutos, no entraba nadie y yo pensaba y pensaba, estaba a punto de darme algo cuando llego el cobrador a las ocho y veinte, y me dijo: los sábados se entra media hora más tarde, q susto me lleve. Saludos
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